ANGEL MUERTO
Cuando nació, los médicos quedaron admirados, perplejos. La criatura que acababa de llegar al mundo presentaba una deformación congénita: de su espalda prendían dos alas igual que las de una libélula, delicadas y transparentes como las de esos insectos al nacer.
Ante esta situación, los médicos decidieron guardar silencio. Y extirparon al niño los élitros, dejándolo normal. Por acuerdo de la junta médica, se decidió no comunicar nada a la prensa, ni menos a sus padres. Se acordó, también, guardar las alas de la criatura para investigación científica. Sin embargo, los médicos no se percataron de que violaban un derecho fundamental de esa persona: el derecho a su identidad. Las cicatrices curan pronto en un niño y, ante cualquier pregunta de sus padres, era posible una adecuada respuesta científica: el niño había nacido con una complicación en sus extremidades superiores que era urgente operar. No era posible decir que había sido operado por otra circunstancia.
De nada sirvieron las sesiones de terapia ni las consultas con cientos de especialistas. El niño se había hecho hombre. Siempre lo acompañaba una tristeza infinita. El no se lo explicaba y nadie podía hacerlo. Era tan infeliz. Sus padres hicieron esfuerzos sobrehumanos por hacerlo dichoso, pero todo fue en vano. Ellos desconocían, igual que su hijo, la verdadera razón de su desdicha. ¡Cómo explicar un anhelo que no es deseo, sino la certeza de poder volar verdaderamente! Intuir como hacerlo, pero no tener las herramientas que permitan verificarlo. Aquél era su profundo dolor: toda la interrelación de sinapsis sucesivas para el vuelo tronchadas físicamente y sin remoto conocimiento del crimen que habían cometido con él.
Se pasaba las horas mirando surcar las aves sobre el mar. Se imaginaba que era uno de esos pájaros y se transportaba con la mente por encima de las olas. Estaba tronchado por su invalidez. ¡Que daría por volar!
En algún momento, sus padres, para verlo dichoso, le aconsejaron que se hiciera piloto, sin importar lo riesgoso que fuera. Pero lo veían tan triste y con deseos que se palpaban a la distancia. No obstante, no aceptó esta proposición. El quería sus propias alas.
¿Cómo explicar a sus padres que, cuando se miraba al espejo, sentía que en sus omóplatos tenía alas? Incluso, sentía sus alas invisibles y le dolía la extensión de ellas. Al mover su espalda, le parecía que fuera a despegar y sentía lo mismo que las aves cuando les cortan sus alas: era un arquetipo de alas sin sentido.
Sabía que los seres humanos están hechos para caminar y no para volar. Además, que había algo evidente: bastaba mirarse para darse cuenta. Entonces, pensó que lo mejor era viajar. Así conocería otros países, otras personas y otros animales.
En cierta ocasión, leyó en una revista sobre la vida de las mariposas, cuya existencia era muy efímera, no más allá de un día, y que expiraban luego del vuelo nupcial. Pensó en lo maravilloso que sería cambiar sus existencia por la de aquellas mariposas, sin importar lo breve que pudiera ser su vida.
Esperó la época oportuna para hacerlo. Era necesario, en primer lugar, convencer a una oruga para intercambiar sus vidas. La vida de ellas es larga, comparada con la de estas mariposas, y era necesario engordar lo suficiente para seguir el proceso de metamorfosis hasta transformarse en mariposa y morir.
Cuando encontró la oruga que estaba dispuesta a intercambiar su vida con la de él, ella le señaló que, a pesar de ser feliz con lo que era, estaba dispuesta a aceptar su proposición. Le dijo, también, que él era un ángel muerto y que daría su vida gustosa para verlo volar.
El día en que se dio inicio al vuelo nupcial, el ángel se acopló con una mariposa. Mientras la amaba, por su mente cruzaron una serie de imágenes: vio a los médicos extirparle sus alas y guardarlas en un frasco con formalina.
Luego de hacer el amor, cayó suavemente hacia la muerte; sonreía. En unas pocas horas de existencia, se percató de su naturaleza, y eso era más importante que cien años de existencia.
Por fin, volar dejó de ser un sueño. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cómo explicar a sus seres queridos su existencia? Ahora era una mariposa que podía volar realmente, hacer el amor en el espacio y caer hacia la muerte: ningún mortal podría haberlo sentido y hasta la muerte le pareció hermosa.
Cuando la oruga le dijo que era un ángel muerto sólo sonrió levemente. ¿Cómo era eso? ¿Un ángel muerto? Pensó en el cielo que le predicaron sus padres, pero el cielo no era tal, era su mente transportada por un insecto, el cielo que le predicaron sus padres, pero el cielo no era tal, era su mente transportada por un insecto, el cielo mirado por muchos ojos, por muchos aleteos y orgasmos sucesivos; era éste tal vez el cielo de los culpables. ¡Cómo podría haber un cielo para los buenos y un cielo para los malos, si Dios a todos perdonaba! El nunca pensó que una oruga tronchara su vida por él. Sin embargo, ella ya no estaba. Era quizá su imaginación, su sueño infantil lo que lo hacía imaginar mientras agonizaba en aquel hospital que una oruga tronchara su vida por él. Sin embargo, ella ya no estaba. Era quizá su imaginación, su sueño infantil lo que lo hacía imaginar mientras agonizaba en aquel hospital que una oruga hubiese cambiado su placer carnal por un simple mortal. Empezaba a confundirse el sueño con la realidad; su madre lo miraba y un sentimiento de culpa la abrumaba. ¿Por qué tantos años de privaciones, por qué tanto infundirle temor por el más allá si ahora su hijo se marchaba? ¿ A quién podría pedirle explicaciones por lo que no hicieron o dejaron de hacer?
Alguien se acercó a él y lo miró tiernamente. El sentía una brisa dulce sobre su rostro. No tenía miedo. Pensó en la mariposa, en el cielo azul de Africa, en los animales que pasaron junto a él cuando llegaba al orgasmo y moría. Le preguntó: ¿Me vienes a buscar? No estoy preparado, no he disfrutado el mundo y no me he arrepentido lo suficiente para marcharme. El visitante lo miró dulcemente y sonrió: nadie está preparado para partir, le dijo.
¿Cómo podían ser posible el lecho, el vuelo, la muerte, la vida, la sonrisa, el misterio, las sombras, sus alas, sus ganas locas de gritar y de callar? Era para él la contradicción misma de la vida y de la muerte. Era tan simple y complicado vivir como morir: la diferencia era la nada.
¡Qué inmenso era su pesar en aquella cama! No deseaba marcharse, pero la brisa que sentía en su rostro hizo inefable sus ganas de volar.
Alguien con alas como las suyas se le acercó, casi hasta rozarlo. ¿Quién eres?, le preguntó mientras volaban muy cerca uno del otro. Su acompañante dio vuelta la cabeza hasta quedarlo mirándolo fijamente. Sus ojos eran enormes, un ojo con miles de ojos a la vez. Pensó, mientras lo miraba, que también sus ojos debían ser ahora como los del saltamontes que volaba junto a él. Nadie puede mirarse a si mismo, se dijo, aunque tengas millones de ojos; pero, al menos, divisó su nuevo rostro en la mirada de su imprevisto acompañante.
Cada uno de estos seres que parecían ir en su misma dirección, finalmente, se separaron. Uno siguió el sentido del viento y el otro, el ángel muerto, decidió bajar a la tierra a conocer los minerales, otra forma de naturaleza, pero de igual substancia que su ser. Con sus ojos, pudo ver lo que, como humano, jamás logró: el brillo del polvo, el espectro de la luz atrapado en un pedazo de cuarzo.
Todo se supo y la prensa, al fin, estalló. Los periódicos estaban llenos de relatos del niño milagroso, del niño que volaba y que hacia milagros con sólo pedírselo. Se llenaron las iglesias con su imagen y la gente acudía a rezarle y a pedirle por sus seres queridos.
¿Qué busco?, se preguntaba una y otra vez. Se dedicaba a contemplar la pobreza. No la pobreza material que es momentánea y permite la existencia, sino la pobreza de espíritu de millones de seres que deambulan por el mundo sin algo que les dé sentido. Consiguió volar. Ese era su gran sueño y ahora podía hacerlo; pero, aun se cuestionaba. ¿Si los médicos no hubiesen extirpado sus alas, habría sido distinta su vida? ¿Habría existido la necesidad de tronchar la vida de otro ser para ver cumplidos sus sueños? Sin embargo, ahora era una mariposa “emperador” y las preguntas poco importaban. Su existencia estaba limitada a cortas veinticuatro horas. Luego de ese tiempo sólo sería alimento de unas voraces hormigas. Todos sus sueños, alegrías y tristezas, que alguna vez se vieron reflejadas en su faz, serían devorados implacablemente por millones de estas diminutas criaturas que se preocupan de darle sentido a lo que ya no sirve.
Volar era más importante que cualquier cosa que pudiese existir. Le bastaba batir sus élitros y elevarse a las alturas: todo el espacio por delante era suyo. Su único límite eran tal vez su voluntad y su capacidad física; pero su mente no tenía limites, todo el espacio del mundo era muy pequeño para su vuelo. Por ello, sin dificultad, podía remontarse más allá de la estratosfera, tocar con sus alas un meteorito, dar diez vueltas a la Luna, conocer la geografía de ésta y ver la expansión del universo. Nada le era imposible, después de trocar su vida con la de otro ser. Conocer la substancia del infinito era algo posible, algo tan natural como nacer y morir.
El ciclo se había cumplido en un rincón del planeta. La muerte invariablemente se hizo presente. En el suelo de la selva, yacían millones de mariposas. Ahora, las aves y las hormigas harían su trabajo. La vida debe surgir pulcramente.
Ángel muerto veía como sus congéneres eran despedazados y arrastrados por cientos de hormigas. En su agonía, esperaba su momento: la muerte no fue tan piadosa con él. Mientras las otras mariposas expiraban antes de tocar tierra, él esperaba su hora en el suelo húmedo de la selva. Un grupo de hormigas se acercó para llevárselo al hormiguero. Pero algo ocurrió: las hormigas conversaban en claves que él no entendía. Una partió a toda prisa para traer refuerzos. Ángel muerto se encontraba rodeado de hormigas soldado. Cuando una de éstas se acercó lo suficiente como para verle bien la cara, ángel muerto se percató de que sobre el cuerpo negro de la hormiga se reflejaba una luz brillante, su propia luz. Miró su cuerpo, que brillaba intensamente, y comprendió entonces por qué las hormigas no lo tocaban: mientras los cadáveres de las otras mariposas se descomponían rápidamente, él brillaba ante los ojos de la muerte.
Unas hormigas soldados que estaban vigilándolo conversaban del extraño suceso. –Esta mariposa debió sufrir los efectos de la radiación—le dijo una hormiga a su compañera. La que oía sólo asintió con su cabeza, como confirmando lo dicho. –¿Te acuerdas de cuando padecimos esos terribles momentos? Yo creí que dejaríamos de existir–, volvió a decirle. –Recuerdo muy bien, pero aprendimos a adaptarnos. En miles de años de existencia se aprenden muchas cosas, aseveró la hormiga. En ese momento llegaba a toda prisa un destacamento de hormigas. –No se queden mirando, la reina ha ordenado llevarlo a su presencia intacto, dijo la hormiga que encabezaba al grupo. A toda prisa, lo trasladaron al interior del hormiguero. Delante y detrás de ellos, miles de hormigas arrastraban los cuerpos despedazados de las que, hasta hace unas horas, eran unas hermosas mariposas que ensombrecían el cielo con sus alas.
No era fácil transportar una mariposa entera a través de los angostos túneles hasta la cámara real. Una vez en presencia de la reina, las hormigas dejaron en el piso al extraño huésped. La hormiga reina pidió que la dejasen sola, orden que fue cumplida de inmediato.
–Vaya, vaya, así que eres tú quien tiene alborotados a mis soldados, manifestó la hormiga reina, dirigiéndose a él. –No ha sido mi intención molestar, contestó ángel muerto. –Silencio, hablarás cuando yo te diga, dijo la reina. –En realidad, eres extraño. Primera vez que un ser como tú llega vivo a este sitio ¿Qué puedes decir al respecto? –Yo no sé por qué aun estoy con vida… No alcanzó a terminar lo que pensaba decir, cuando la reina lo interrumpió para decirle que la llamara majestad. –Muy bien majestad, usted ordena, contestó un tanto resignado. Ángel muerto explicó a la reina, lo mejor que pudo, la razón de su presencia en aquel apartado lugar de la selva. Luego de escuchar su relato, que se prolongó largas tres horas, la hormiga reina, sólo se limitó a decirle que era bienvenido a su reino. En seguida, mandó llamar a unas obreras y les ordenó atender a su huésped con lo mejor del reino.
Así fue conducido a una cámara un piso más arriba, donde fue objeto de toda clase de atenciones y degustó manjares exquisitos. Por orden de la reina, unas obreras le mostraron todo el hormiguero: conoció cada espacio del reino, cómo se procuraban sus alimentos, cómo alimentaban a los seres que nacían, cómo cuidaban de la higiene de su hábitat. Se percató de lo cuidadosas que eran del orden y del proporcionado respeto entre ellas; cada cual cumplía su deber sin necesidad de que unas reprendieran a las otras; asignados sus papeles genéticamente, era casi imposible el equívoco.
Transcurrieron algunos días. En dicho lapso, pudo conocer la atareada vida de estos seres que lo cobijaban y que lo respetaban como si fuera un ser especial para ellas. Durante el tiempo que permaneció en el hormiguero, pudo observar un hecho crucial para las hormigas: la reina se preparaba para despedir a cientos de hormigas aladas, cuya misión era crear nuevos hormigueros y los machos saldrían para no retornar jamás.
Dicho proceso no era ajeno a las mariposas. Ángel muerto era testigo de su propia experiencia.
Nada cambió, a pesar de haber disminuido la cantidad de habitantes en el reino. Las obreras siguieron cumpliendo su papel como si no hubiese pasado nada en el hormiguero. Ángel muerto, alimentado pródigamente y sin capacidad de movimiento en el pequeño espacio que lo cobijaba, engordó más de la cuenta. Cada día que pasaba, su cuerpo brillaba con más intensidad. Sus alas tomaron un color azul marino que, al mezclarse con la brillantez de su cuerpo, daba la impresión de estar rodeado por un aura mágica. Como producto de ello, las atenciones hacia él aumentaban y un desfile interminable de hormigas pasaban por delante de la cámara para verlo y saludarlo. Ángel muerto se preguntaba por qué no había muerto igual que las otras mariposas. Tal vez todo era fruto de su imaginación o quizás estaba soñando, y ya despertaría para verse nuevamente frente a un espejo y constatar lo que estaba pasando. Sin embargo, nada de ello acontecía. Las hormigas entraban en su cámara y salían de ella, lo limpiaban y lo cuidaban mejor que a los de su propia especie. La leche de la ordeña de unos pulgones, que bebió en un principio, fue reemplazada por el néctar de unas flores frescas, lo que hizo que la cámara se impregnara de olor a rosas, lavanda, magnolia, azahar, según el néctar con el cual fuese alimentado. Fue tanto el brillo que su cuerpo adquirió, que los túneles y cámaras por los cuales se desplazaban las hormigas se iluminaron como si un chorro de luz hubiera inundado cada rincón del hormiguero. Todo esto provocó más la admiración de las hormigas y la curiosidad de los animales y hombres que pasaban cerca del hormiguero, porque en la noche más obscura era posible ver con mayor nitidez la luz azulada que emitía el hormiguero, que llegó a medir dos metros de altura y seis metros de largo.
La hormiga reina pareció no inmutarse con todo lo que estaba sucediendo, como si supiera el destino que tenía preparado ángel muerto. Sólo se limitaba a preguntar cómo era atendido su huésped y qué era lo que más le gustaba de su reino. Ninguna obrera pudo responder dicha pregunta, porque ángel muerto guardaba un silencio absoluto desde que habló por última vez con la reina. Daba la impresión de que esperaba la visita de su majestad para dirigirle la palabra y agradecerle las atenciones que le estaba brindando y que, modestamente, pensaba no ser merecedor de ellas.
¿Cuándo volvería a volar? Era la pregunta que empezó a rondar por su cabeza y que cada día que pasaba se le convertía en obsesión. Esperaba ansioso el momento en que vería entrar a su majestad por la puerta de su cámara y escucharle decir que era hora de partir del hormiguero. Pero nada de eso ocurrió; cada día eran más y más las hormigas que desfilaban interminablemente frente a su puerta.
Llegó a ser tan fuerte la luz que irradiaba el hormiguero y tan agradable el olor a flores, que el lugar se pobló de insectos, aves y animales. Pero lo que era atracción para los otros seres, lentamente, se convirtió en peligro para las hormigas, que ahora tenían restringida su salida por el miedo a ser devoradas o aniquiladas por quienes rondaban el hormiguero. Esto hizo que, al fin, la reina se acercara a su huésped, quien pensó que ahora era la oportunidad que estaba esperando para volar libremente otra vez.
Pero no fue precisamente eso lo que escuchó cuando la reina le dirigió nuevamente la palabra. –Ángel muerto, tu destino no es volar por ti, como hiciste hace algún tiempo atrás. –No comprendo que me quiere decir su majestad, yo soy una mariposa “emperador” y mi destino es volar, dijo un tanto triste.
Ángel muerto, poco a poco, fue comprendiendo las palabras de la reina. No podían ser gratuitas tantas atenciones y preocupaciones que un reino entero le dispensaba desde que hizo su ingreso en el hormiguero. Tenían precio. Un nuevo sino tenía asignado. Cuando comprendió esto, sus preocupaciones empezaron a desvanecerse como un simple y remoto recuerdo de infancia.
Al fin, todo estaba preparado. Ángel muerto no pudo eliminar de su rostro la tristeza. Aquellas obreras fueron devorando sus alas sin poder hacer nada para evitarlo. Ahora constataba como la esperanza de volar se hacía añicos.
Cuando las obreras terminaron su trabajo y ya no quedaba ningún vestigio de sus élitros, se percató de que ellas habían tomado el resplandor azul brillante de sus alas. El hormiguero, a semejanza del espacio infinito, estaba adornado con miles de diminutas estrellas que se desplazaban de un lugar a otro dentro del espacio obscuro del hormiguero.
La crueldad de la existencia le enseñaba a ángel muerto que la posibilidad de seguir con vida en la selva era tan remota como la esperanza de llegar a nacer en el país más rico de la tierra. Sin embargo, la selva con toda su inclemencia, ofrece más posibilidades a los niños. Allí donde ellos deberían ser felices, una sociedad cruel les niega la existencia. Así como para las hormigas el peligro eran las aves y otros animales, para ellos es el cirujano quien los condena a una muerte horrible antes de nacer. Ángel muerto pensaba en lo triste de esa realidad, cuando la reina lo envió a llamar. Al fin, se enteraba de lo que le tenían preparado. Entraron en su cámara un grupo de hormigas y lo trasladaron hasta donde se encontraba la reina. –Tendrás que amarme si quieres volar nuevamente, le dijo la reina. Dos días y dos noches duró la ceremonia. El paroxismo más exacerbado envolvió a los voluptuosos amantes. Un reino entero esperaba el feliz día en que se hicieran presentes en el mundo miles de seres alados. El precio de esas nuevas vidas fue la entrega hasta morir en los brazos de su amada. Ahora sólo quedaba esperar y cuidar a los nuevos hijos del reino. Las obreras alimentaron a las larvas, las cuidaron como si hubiesen sido sus hijos, hasta que se convirtieron en hermosas princesas. Mezcla de lo celestial y de lo telúrico, estos nuevos seres tenían que volar a todas partes de la tierra, crear en cada rincón de ella un nuevo reino donde pudiera expresarse la majestuosidad de quien había sido su progenitor.
Al primer sol de primavera, hormiguero abrió sus puertas y miles de hormigas aladas iniciaron su vuelo. Una extraña cualidad para nuevas realidades que les deparaba el mundo constituía sus existencias.
Se dirigieron hacia todos los puntos cardinales. Las corrientes aéreas, conocedoras de la superficie terrestre, sabían hasta donde era posible facilitarles el vuelo a estos seres, que sólo se dejaban arrastrar por ellas.
La más pequeña de las hormigas, al ir volando, fue cogida por un remolino de viento y llevada a un lugar distante de las otras. En los cientos de miles de vueltas que dio el torbellino, terminó por estrellarse contra unos edificios. Destrozado y sin fuerzas para seguir dando vueltas, cayó a tierra, de donde le fue imposible seguir su rumbo. El diminuto ser que fue arrastrado por la corriente de aire se aferró fuertemente a una pared para no precipitarse a tierra. Una vez que recuperó sus fuerzas, se dirigió hacia la ventana que estaba situada inmediatamente sobre su cabeza. Cuando llegó a la ventana, pudo ver a través del vidrio a una mujer que lloraba tristemente. El destino hizo posible el encuentro entre dos seres distintos, pero mutuamente necesarios. El mundo continuaba su marcha, sin importar que, en un apartado rincón de la selva, unos seres diminutos vivieran su propia odisea. A miles de kilómetros de distancia, una mujer enfrentaba una cruda realidad. El devenir se encargaría de dilucidar su destino en una sociedad enemiga de los bochornos sociales, que comprometen la honorabilidad de las personas, sin diferenciar si los hechos se asumen en condición de víctima o de victimario. Esa mujer aprendió que la diferencia no importa. Debía asumir su vergüenza, no sólo nueve meses, sino toda la vida. Sin embargo, muy dentro de sí, guardaba la esperanza del perdón. Tal vez era la misma remota posibilidad que espera el condenado a muerte frente al pelotón de fusilamiento y que no abandona hasta no cerrar los ojos por última vez.
Eva, sentada a los pies de su cama, ultrajada y sin dignidad, renegaba de la criatura que se gestaba en sus entrañas y de los canallas que la deshonraron. El pequeño ser alado buscó una rendija que le permitiera entrar y escuchar por qué se lamentaba tanto. Prestó atención por un momento, para escuchar con claridad la inmensa pena que la afligía. De pronto, Eva se puso de pie y se dirigió al espejo que estaba colgado al lado de la ventana, se abrió la camisa y se miró el vientre. Bastó ese acto para que el diminuto ser pusiera en marcha su mecanismo genético. Desde ese mismo momento, comprendió cual era su tarea: llegar a las entrañas de la mujer y alterar el patrón genético de la criatura en gestación. Eva no se había percatado de la presencia de su extraño huésped, ni menos podía imaginar lo que le deparaba el futuro. El diminuto ser espero a que llegara la noche para realizar su trabajo. El cansancio y el sueño eran los cómplices perfectos para llevar a cabo su misión. Cuando Eva dormía el pequeño ser trepó por las sábanas, se metió entre ellas hasta dar con sus piernas. Se desplazó rápidamente hasta llegar a la vagina para poder penetrarla.
Las alas de la pequeña criatura no eran adecuadas para el trabajo que debía realizar, de tal forma que, en unos pocos minutos, se deshizo de ellas con sus potentes mandíbulas. Ahora estaba preparada para introducirse hasta el útero de la mujer que albergaba un cigoto humano. Trepó lentamente por las paredes de la vagina y se introdujo hacia el útero hasta dar con él. Cuando alcanzó su objetivo, se preparó para llevar a cabo la parte más difícil de su plan: cambiar el gameto masculino del cigoto por el pronúcleo presente en los huevos de la hormiga, que pronto sería reina por el solo acto de poner huevos en la superficie del cigoto. Modificar la estructura genética de la criatura que, en algunos meses más vendría al mundo, representaba una odisea enorme, semejante a alterar la historia contenida en veinte volúmenes de un país del viejo mundo. Sin embargo, la evolución aportaba la experiencia para tan gigantesca tarea. El hábito peculiar de subsistencia de las hormigas amazonas proporcionaba a este diminuto ser el método adecuado para realizar tan extraña labor. El tiempo transcurría de prisa y cada segundo era aprovechado al máximo para evitar que el cigoto mantuviera su patrón normal. La falta de alimento, la tensión y el exceso de trabajo imposibilitaron a la hormiga recuperar energías, lo que hizo imposible que saliera con vida una vez culminada su misión. No obstante dicho sacrificio, su tarea fue perfecta. La nueva información genética que ahora poseía el cigoto se encargaría de realizar el resto del trabajo.
La ciencia y los milagros ya no eran un tema de discusión de ningún círculo religioso o científico. Colindantes ambas expresiones, constituían un concepto habitual en la sociedad contemporánea. Habían transcurrido más de veinte años desde que un grupo de expertos en genética habían logrado descifrar el contenido del genoma humano y dominar la tecnología capaz de transformar todo nuestro patrón normal de desarrollo. Era posible ahora crear seres superdotados o idiotas. La ciencia, por fin, empezaba a descubrir uno de los misterios de la vida: la posibilidad de determinar el porvenir de los seres humanos. Las portadas de los diarios y revistas destacaron en aquel tiempo a los científicos que obtuvieron el Premio Nobel de Ciencia. La noticia causó revuelo internacional: el hecho fue más importante, según los analistas, que el primer pie puesto en la luna por un cosmonauta norteamericano. El argumento para afirmarlo era que el hombre, en aquella época, había descubierto el espacio exterior, pero la ciencia ahora le permitía conocer la inmensidad del universo humano. Pero quienes vieron perjudicados sus intereses ante esta avalancha de descubrimientos y maravillas fueron los círculos de artistas: pintores, poetas, novelistas, escultores. Subyugados por la monstruosidad científica, fueron desdeñados por una sociedad que ya no requería soñar: el mundo progresaba por las ciencias y no por las fantasías. El hombre estaba a un paso de desposeer a la religión de su misterio mayor: Dios. La sociedad de lo posible iniciaba su reinado. Lo que ayer se soñaba, hoy era una realidad. El mundo político, habituado a las clasificaciones, ya no segmentaba a los seres humanos de acuerdo con los patrones de la revolución francesa. Ahora la sociedad estaba dividida en tres tipos de personas: científicos, religiosos y soñadores.
El progreso científico, con sus experimentos incesantes, transformó no sólo el pensamiento humano, sino también su propio hábitat. Los soñadores levantaban sus voces airadas sin ser oídos y los religiosos clamaban al cielo, pidiendo un poco de cordura. Todo era en vano: mientras más conocimiento había, mayor era la soberbia humana.
Dentro de esa realidad, se gestaba una nueva criatura. Fruto del ultraje era un niño condenado al desamparo, al desprecio, al desamor.
Se hacía interminable en la mente de ella la distancia entre la pieza y el pabellón donde vendría al mundo un nuevo ser humano. Pasaron nueve meses de angustiante espera. Muy pronto, también, la angustia sería cuestión del pasado. El niño estaba destinado a un matrimonio cuyo mayor anhelo en el mundo era un bebé. Un cáncer genital les imposibilitaba la dicha de tener un hijo. No obstante tal realidad, le prometieron a Eva que le prodigarían cuidado y amor como si fuera su propio hijo. Estaba tranquila a pesar de sentir un poco de remordimiento por la entrega de su hijo a unos desconocidos. Pero, a ella le significaba ser libre nuevamente, según manifestó en más de una oportunidad cuando le propusieron dar su niño en adopción.
Las paredes blancas del hospital pasaban a toda prisa por su vista; la anestesia y los calmantes aumentaban el efecto de perspectiva a sus sentidos. Los médicos con sus trajes blancos y sus máscaras, le daban la impresión de ser un animal contaminante observado atentamente bajo la lupa. Ya no era tan claro para su mente si las máscaras que usaban los doctores eran para protegerla a ella o, por el contrario, eran una protección para los médicos. La luz intensa de la sala de parto, los instrumentos quirúrgicos de color plata, los delantales blanco invierno, los rostros pálidos y sudorosos de los doctores, la postura en la camilla de parto, la sumieron en una profunda soledad. Eva se sentía pequeña e indefensa, con un sentimiento de pánico y alegría que le hizo precipitar su deseo de ser madre por unos minutos de su vida.
A las nueve y cuarto de la mañana, estaba todo preparado para recibir al hijo de Eva. Exámenes previos indicaban que no era posible un parto normal, así que se precisaba realizar una cesárea para traer el niño al mundo. Luego de dos horas de operación, los médicos vieron asomar la cabeza de una pequeña criatura del bajo vientre de su madre. Envuelto en sangre y líquido, salió el niño de las entrañas. El médico a cargo de la operación, al verlo, sintió lo que había sentido veinte años atrás. Recordó a un ser, semejante al que ahora tomaba de las piernas para darle una palmada y escucharlo llorar, a un joven fallecido a temprana edad: un santo, según la opinión de quienes lo conocieron. Recordó la desdicha de unos padres que no pudieron comprender nunca a su hijo, unas alas, el silencio que guardaba por veinte largos años. Al doctor se le llenaron los ojos de lágrimas. Los médicos y los asistentes que lo acompañaban no sabían qué hacer. Observaban admirados a un ser distinto de los demás: a un ser con alas, a una criatura de cuentos de hadas. Pasaron varios minutos en que nadie dijo nada. Finalmente, una de las enfermeras le preguntó al doctor qué era lo prudente realizar con el niño. El médico dio orden de no hacer nada hasta que su madre lo viera. Luego de eso, tomaría una decisión. El niño fue llevado a la sala-cuna junto a otros niños. Allí fue colocado boca abajo, para que sus élitros no se estropearan. Sus alas eran hermosas y transparentes como el cristal. Plegadas a su espalda, era insospechable la majestuosidad que mostraría al volar.
A la mañana siguiente, Eva, ya repuesta de la operación, lo primero que hizo fue preguntar por su hijo. Sólo deseaba verlo, aunque fuera apenas por un momento, antes de entregarlo a quienes iban a ser sus padres adoptivos. Ninguna de las personas conocedoras del hecho le dijeron a Eva qué era lo que pasaba. Querían ver la expresión de su rostro y saber lo que diría cuando lo viera. Los padres adoptivos del bebé, al enterarse de lo que ocurría con él y poseedores de un contrato que rubricó en su oportunidad Eva, reclamaron de dicho derecho y pidieron al doctor a cargo de la criatura que les entregara a un ser normal, y no un fenómeno que pudiera causarles problemas en el futuro. El médico se negó rotundamente a tal solicitud. Les manifestó que él no podía privar de una cualidad a un ser casi idéntico a ellos. El doctor era víctima de sus recuerdos y no estaba dispuesto a cometer un nuevo error; aun conservaba un trozo de ala de la criatura que, años atrás, vio llegar al mundo y a la cual no le habían dado una oportunidad. No estaba dispuesto a determinar la vida de este nuevo ser, por muy humana que fuera la solicitud de sus padres.
El hecho acaecido en el hospital no pudo ser guardado en secreto, como ocurrió antes. La noticia llegó a los medios de comunicación y rápidamente fue conocida por la ciudadanía. La decisión por adoptar con respecto al niño trascendió la esfera de lo particular, transformándose en un problema de carácter público. Como suele ocurrir con todas las cosas, el fenómeno produjo seguidores y detractores. ¿Quién tenía autoridad para decidir lo que sería mejor para el niño de Eva? Era algo tan incierto como los propios sentimientos de ella. Eva ignoraba si lo que ocurrió fue bendición o castigo.
En unos pocos días, Eva era tan famosa e importante que los prejuicios de los parientes y los propios eran cosa secundaria. ¿Qué mujer en el mundo podía decir que era madre de un ángel? El deseo de ser madre fue más poderoso aun. Esto, sin duda, inquietó profundamente a los padres adoptivos del niño, quienes, ahora, reclamaban con mayor fuerza su derecho sobre la criatura. Los parientes legítimos tampoco estaban dispuestos a desperdiciar la oportunidad de ser famoso a costa del niño lo que, naturalmente, auguraba un litigio interesante. La noticia fue titular en todos los medios de prensa escrita, nacional e internacional: “Soy madre de un ángel”, decía en las portadas de diarios y revistas. Eva fue nominada la madre del año. Las personas más importantes del país se hicieron presentes en el hospital para saludarla y fotografiarse junto a ella con el niño en brazos. Donaciones en dinero y bienes hicieron que el problema se agudizara aun más. Incluso quienes ultrajaron a Eva reconocieron con orgullo su delito y reclamaban por separado su paternidad; el más osado de estos delincuentes llegó a sostener que era enviado de Dios. Tal cantidad de argumentos eran dignos de ser analizados por un equipo de psiquiatras. El tribunal que conocía del pleito debió explicar la razón de la sinrazón, ya que la lógica más elemental de la vida estaba siendo cuestionada profundamente: el niño se había transformado en un juguete del cual todos querían disfrutar.
Con todo lo que estaba ocurriendo, el médico a cargo de la criatura comenzó a dudar nuevamente sobre su actitud frente al problema. ¿Habría sido mejor dejar las cosas como aquella primera vez?, pensaba. Pero, la explicación lógica del fenómeno era mucho más atractiva que unas alas inertes en un frasco con formalina. ¿Sería que el hombre comenzaba otra etapa en su evolución y la criatura era sino de la nueva especie humana? Estas y otras preguntas se planteaba el doctor y la comunidad de científicos. Todas las respuestas a tales interrogantes requerían de tiempo, cuestión sobre la cual no existía ninguna certeza.
Las alas del pequeño, en un principio frágiles y débiles, crecieron rápidamente, gracias al alimento que recibió de su madre. Era un espectáculo ver cómo el niño se alimentaba. La madre lo sostenía igual como si fuera a lanzarlo hacia arriba. El niño movía sus pies al unísono con sus pequeñas alas, sólo que su aleteo poseía la agilidad y la gracia de un colibrí. Se decía que, en cualquier momento, el niño saldría volando. Transcurrieron los días y cada vez costaba más alcanzarlo para darle su alimento. El médico ordeno cerrar la puerta y las ventanas con rejas, porque la criatura prácticamente no pasaba en su cuna, salvo para dormir. El resto del tiempo volaba de un lado a otro dentro de la habitación.
La justicia determinó, por unanimidad, que por tratarse de un hecho sin precedente en la historia, era fundamental que el niño siguiera la dependencia de quien lo trajo al mundo.
Así como la criatura era responsabilidad de una hormiga reina, una colonia de golondrinas sufrió la misma suerte. El hecho quedó en evidencia cuando una enfermera corría por los pasillos del hospital gritando a todo pulmón que la pieza del niño estaba invadida de pájaros. Ante tal escándalo, el personal se apresuró para ver qué pasaba; pero era tan grande la cantidad de golondrinas, que fue imposible hacer algo. El niño volaba enfrente de la bandada, feliz, como el ser más sublime, y lograron escapar por una de las ventanas que se encontraban entreabiertas, dirigiéndose raudamente hacia el sol.